Un bastón de ébano con empuñadura de acero

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Los despojos menstruales de Rigoberta Menchaca Pendino me hablaron desde el fondo de la letrina. Me contaron la historia de un rey al que le sacaron la corona porque azotaba a los súbditos con un bastón de ébano y empuñadura de acero, pero eso en realidad dejó de interesarme. Un trapo san­grante me hablaba. Después de escuchar sin oír, salí del baño. En el salón estaban Rigoberta Menchaca Pendino y Amalita Di Caracoó jugando a las cartas. Yo sabía que la indispuesta era Menchaca Pendino, estaba seguro, y creo que lo intuí en el modo que observaba el borde de los naipes o las estatuillas que adornaban el salón. Al fijar la vista torcía los ojos y se babeaba, síntoma inconfundible de indisposi­ción menstrual. Me senté con ellas y quise internarme en ese misterio del trapo parlante. No me animé a preguntarle nada directamente a Menchaca Pendino mientras estuviese presente Amalita Di Caracoó. Esperé a que terminaran con el juego y llevé a Menchaca Pendino a un rincón y le conté la historia. Estuvo riéndose un rato hasta que me dijo que yo era un idiota y que ella ni siquiera estaba menstruando. Amalita Di Caracoó tampoco. Tenía que haber alguien más en la casa. Busqué por todos los rincones y no había nadie más. Volví al baño a hablar con esa cosa pero ya no estaba, le habían echado un balde de agua y desapareció por la cañería. Pero yo sabía que todos los desperdicios de la zona desembocaban en una especie de cloaca comunitaria a diez kilómetros de la casa. Pedí prestada una bicicleta y me agité pedaleando hasta ahí. Cuando llegué, tuve que echarme en los jardines periféricos a la cloaca para reponerme. Después asomé la cabeza por el tubo del resumidero. Escuché un ruido de bólido aproximándose, así que los desechos no tardarían en emerger del tubo. Cuando al fin escupió toda la basura que tenía adentro, lo hizo sobre el césped de los jardines, lo que fue una lástima porque estaban muy prolijos. Estuve media hora revolviendo en la porquería con un palo hasta que apareció. Y siguió contándome la historia del rey. Interrumpí.

-¿Me está hablando a mí?

En ese instante los faroles y el bocinazo de un camión basurero me sacaron del trance. Recogieron todo y se fueron. Subí a la bicicleta y lo perseguí hasta que tuve calambres en una pantorrilla y me di de cara contra el pavimento.

Treinta y cinco años después de este incidente, la vida me sonrió y yo era un sujeto canoso detrás de un mostrador, sirviéndoles bollos de queso a los adolescentes del Colegio Ignatius J. Rimini. Un día uno de los adolescentes tuvo un ataque de tos, salté el mostrador y le palmeé la espalda para que arrojase el bollo. Lanzó. No era un bollo. Era él otra vez, el mismo trapo sangriento que me habló siete lustros antes. Era él, estoy seguro. Me senté en una silla.

-Continúe con su historia, por favor -le dije.

Los adolescentes no entendieron nada y huyeron. Y yo me quedé ahí tratando que la cosa siguiese con la historia. Pero estaba muda. Después llegó el dueño de la cantina y me despidió por hablar con un vómito.

(1991)

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