Pinotto el Teleñeco

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Durante la estadía en el hospital, Chiche Collodi pasó horas dedicado a memorizar sin suerte el docto aforismo de Coco Chanel: «Es preciso vaciar todas las mañanas la canasta del pasado, pues de lo contrario el peso de la vida os arrastra pronto por el polvo en compañía de los fantasmas y de los imbéciles» Aún hoy le resulta imposible, y recurre a una agenda electrónica. En el último día de alojamiento, su compañero de habitación el publicista Bettino Craxi & Craxi Amundsen, recibió la visita de un sonriente profesional que se dijo periodista. Collodi tuvo que apagar la agenda electrónica porque el ruidito les molestaba para hacer la entrevista:

-¿Cuáles son sus planes para el futuro?

-Mire -se repantigó Craxi & Craxi Amundsen-, durante los últimos tres años de mi vida he notado que mi capacidad física, ética e intelectual se reducía al valor equivalente al de un carozo de aceituna. En vista de eso me propuse que, pese al trance y tomando cabal conciencia de tal desgracia, debía igualmente obtener un goce aún mayor que el que me caracterizó en mis días de esplendor. A partir de ese momento me dispuse a anotar minuciosamente en un cuaderno cada una de las desventajosas indolencias en las que incurrí durante este período que aún subsiste y al que me aferró con total convicción. Es imperioso para mí patentar en esas páginas el móvil que me llevó a defender esta posición solo en apariencia torpe e inconducente; y he optado por convertirme en un perfecto idiota, aquel que reconoce en ello un motivo de orgullo y porqué no, de soberbia. Soy un perfecto idiota lúcido y eso me distancia del idiota falible, perecedero, de aquel que se avergüenza de su discapacidad e intenta por todos los medios de disimular su condición, logrando con eso no más que aplausos, ascensos, respeto, dinero y admiración. Yo no. A mí ya no me interesan esas pompas. Quiero sumer­girme en el lodo de mi necedad y disfrutarlo. Debo confesarle, señor periodista, que en realidad -y esto me avergüenza bastante poco-, debo confesarle que en realidad no tuve opción y que la metamorfosis se va desarrollando naturalmente. Aquí en mis manos ve usted el catálogo manuscrito nutrido de las más infames peripecias que contribuyeron a hundirme felizmente en el subsuelo de la inutilidad y el descrédito.

-Le agradezco haberme permitido entrevistarle.

Collodi escuchó y quedó en estado de shock. Ese sólo sería el primer acercamiento a su nueva existencia. Una enfermera entró a cambiarle el suero, se llevó el envase vacío y lo tiró en la habitación de al lado. Se oyeron quejas y la enfermera volvió y se lo puso a Collodi abajo de la almohada. Después le dijo que ya se podía ir porque necesitaban la cama. Cuando todavía se estaba vistiendo, una pareja de médicos con barbijos prendieron fuego a las sábanas y al colchón. Collodi subió al ascensor y lo encontró atestado de gente: para no aburrirse ideó un entretenimiento ya clásico que se destaca por su estupidez y eficiencia. Inventó nombres, fechas y citas supuestamente célebres relacionadas con hechos de actualidad y noticias apócrifas y se refirió a todo ese invento en voz alta. Casi nadie entende­ría nada de lo que estaba hablando, pero jamás iba a faltar quien asegurase estar todavía más enterado que Collodi acerca de todo eso y encima agregaría datos para completar la información. Y después seguramente se agregarían otros disertantes. Al llegar a la planta baja todos discutían sobre algo de la vida del Rajá Loulou Hurluburlu, que andaba tras los pasos del Vellocino de Oro y que confeccionaba sus propios trajes con un compuesto solidificado de sulfato de hierro y hiel de vaca llamado verdevejiga.

Hubo problemas. El ascensorista se negó a dejarlos salir hasta que se pusieran todos de acuerdo. Mientras, suavizó la polémica interpretando una especie de minué con un instrumento de vientos que arrancaba sonidos parecidos a los de un caracol. Cuando ya nadie soportó más al ascensorista tocando el fotuto, Collodi se puso a la cabeza del motín y entre todos se lanzaron a apretar el botón de la alarma. Inútil. Al hacerlo, lo único que se consiguió fue que las paredes del ascensor se tapizaran automáticamente de réplicas de la bandera de la Unión Jack con la cara de Jacobo II en los ángulos superiores. A tiempo Collodi y sus aliados fueron rescatados por una orquesta típica de turcotártaros que abrieron la tapa del techo. Salieron por ahí y colgándose de las lianas de la fosa llegaron al primer piso, en donde la orquesta iba a animar el protocolo de unos diplomáticos. Entre los músicos turcotártaros y sentado a la batería, Collodi adivinó a Bettino Craxi & Craxi Amundsen disfrazado y con ganas de escaparse del hospital. Agitó los brazos y le hizo señas a Collodi para que no se subiesen en el otro ascensor. Collodi no entendió. Cuando llegó el segundo aparato Collodi y once de sus secuaces se subieron desespera­dos. No tenía ascensorista y en su lugar había un tipo pálido y barbudo enfundado en una mortaja que se ofrecía a lamer los pies a todos. Presionó el botón del último piso. Estaba irritable, entonces los improvisados apóstoles se sacaron los zapatos para permitir al mesías el cumplimiento de su tarea. Cuando le llegó el turno a Collodi, la cara barbuda del desconocido le hizo cosquillas en los pies, unas cosquillas que le impedían mantener los pies quietos. En medio de movimientos convulsivos, Collodi le hundió un pie en la boca. Y el rastrero barbudo comenzó a succionárselo como si se tratase de un falo, hasta alcanzar una especie de éxtasis alucinado. El ascensor descendió y sus ocupantes no pronunciaron ni una palabra. Al llegar a la planta baja, todos salieron a la calle excepto el mesías, que se quedó en la puerta del ascensor pidiendo más pies para succionar.

Desde ese día la vida de Chiche Collodi dio un vuelco inesperado. La experiencia le provocó un singular trastorno de los sentidos difícil de transmitir con palabras. Se fue a su casa y se puso a escribir. Al otro día entraba en la historia de la literatura universal entregando los manuscritos de «Pinotto el Teleñeco».

(1991)

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