La señora revela sus secretos diplogástricos

082 La señora revela sus secretos diplogástricos

Estoy sentado sin nada que hacer en la mesa de un bar céntrico: en este momento se instala en la mesa de al lado una señora de profesión diplomática que conocí hace unos meses en un deteriorado bar de Pocitos.

Como en aquel momento ella estaba abombada por el alcohol, ahora no me reconoce. En este bar hay mucho bullicio, así que le grito que si no me recuerda y pone caras de extraviada, hace girar los ojos y me grita que no y que tampoco le importa.

Entonces comienza a beber en desproporción con su continente, tal como cuando la conocí. Por lo tanto me reconoce y me susurra con un graznido beodo: “Siéntese en mi mesa” .

Comienza –tal como cuando la conocí- a relatarme anécdotas mas o menos apócrifas de sus viajes diplomáticos. Me cuenta exactamente lo mismo que en aquella oportunidad, en el mismo orden.

Cuando una niña que vende estampitas interrumpe el relato, la señora diplomática la abraza y la besa pero no le compra nada , en ademán exactamente idéntico al de aquel día en Pocitos, con la única diferencia que en aquel entonces se trataba de un niño que vendía flores. Hasta dice lo mismo: “Dinero no tengo, pero afecto para dar me sobra” La niña igual se retira abandonando las estampitas en un charco de coca cola que se ha formado alrededor de mi vaso, esperando que tal vez la señora reflexione y le compre algo al volver.

Pero al volver, la señora no sólo no le compra nada sino que vuelve a apretujarla empalagosamente. La niña se retira furiosa con la señora. Y conmigo porque las estampitas flotan arruinadas en el líquido negro.

A diferencia de cuando la vi por primera vez, la señora diplomática ordena al mozo que le traiga comida. Al rato el hombre vuelve con algo entre panes, que ella comienza a masticar sin más demora. Ya no quedan más fábulas del mundo diplomático para contar, pero sus mandíbulas se obligan a permanecer en movimiento.

Y sucede lo que nunca había visto en mi vida: mientras come e intenta decirme algo relacionado con una obra de teatro que no me interesa, comienza a bostezar abriendo la boca hasta lo inadmisible, poderosamente, exhibiendo el bolo masticado compuesto de una especie de papilla de miga húmeda, huevos duros en picadillo, carne triturada de animal inidentificado, pasta de champiñones y pepinos y una envolvente flema traslúcida que funde y compacta la totalidad de la miscelánea orgánica.

La combinación simultanea y tan prolongada del bostezo y la masticación, dos actividades excluyentes entre sí, me produce una especie de euforia trastornada muy similar a la de una droga estimulante de mal corte.

Narcotizado, me pongo de pie con los miembros entumecidos y quiero hacer un montón de cosas al mismo tiempo: ordenar comidas exóticas al mozo, comprar estampitas y flores a todos los niños que se menean entre las mesas, conversar de fútbol, de política, de religión y del papanicolau con los vecinos de mesa, ir al baño a empaparme la cabeza para después ponerla debajo de la máquina secadora, abrir y cerrar todas las puertas, saltar sobre el mostrador del bar y destapar todas las botellas, pagar vueltas de tragos a todos los de este bar, a los de los bares cercanos y a los de los bares lejanos, tocar timbre en las casas de todos los vecinos y arrastrarlos de los pelos al exterior para organizar una gran celebración en la calle, llamar por teléfono a todos mis amigos, enemigos, conocidos y desconocidos y citarlos aquí y ahora para instituir una asamblea de ciudadanos ilustres que conviertan a este sitio en una ciudadela amurallada de resistencia a la invasión de un enemigo indefinido.

Nada de eso sucede pues los efectos del estimulante se disipan antes que pueda dar un solo paso. Pago mi cuenta, me despido de la señora diplomática que perpetúa el bostezo con la papilla a la vista y salgo al exterior convencido de haber descubierto los principios activos de un nuevo enajenante. Pero estoy condenado para siempre a no saber qué hacer con este hallazgo.

(2009)

Deja un comentario