En busca de una película de romanos ásperos

079 En busca de una película de romanos ásperos

A trece días de mudarme a la nueva casa, el mercader del video club vecino se deshizo en excusas para no alquilarme mi película favorita de romanos ásperos.

Yo era el único cliente, era todavía muy temprano. El hombre ostentaba una cincuentena de años y bigote entrecano de cantautor de protesta pentamundista. Iba aún envuelto en una bata ocre con manchas de huevos fritos. Malhumorado, con los ojos pegados por las legañas amarillentas, sin afeitar, bostezando con aliento de hiena y exhibiendo puentes dentales superiores mal acomodados y resbaladizos, me exigió documento de identidad, planilla de salario laboral, cuenta de la luz al día, cuenta del teléfono al día, carnet de conducta intachable, constancia de domicilio, ochenta pesos por cada película y que me parase detrás de la línea amarilla trazada en el suelo frente al mostrador.

Cuando le pregunté si no era más conveniente comprar un cupón contestó que no valía la pena, que el cupón de diez películas valía 150 pesos. En realidad es muy conveniente, le dije, pero el mercader estaba muy alterado y lo único que quería era que me largase de una vez.

¿Ochenta pesos por cada una de esas películas añejas cubiertas de aceite y tierra, que ni siquiera protegía con mìseras cajas de cartulina? ¿Películas conviviendo en las mismas estanterías con cigarrillos de contrabando? ¿con alfajores seguramente caducos? ¿con cajas de vinos infames?, ¿con un inexplicable arreglo floral ficticio de color malva?, ¿con gaseosas de marcas no autorizadas por el ministerio de salud pública? Esto parece una cantina campestre y es un veradero abuso, le grité.

Quise llegar a un acuerdo con respecto al cupón, entonces me dijo que él no era el dueño del video-club y que si yo le proponía eso él no iba a escucharme. ¿Y el dueño donde está? De viaje.

Tan evidente mentira me obligó a enterarlo de que ya sabía que él era el dueño y que me estaba dando el esquinazo como si yo fuese un idiota. Quise averiguar qué sucedía con ese mercader y porqué obraba como un enajenado. Entonces me propuse descontrolarlo.

Le conté que había trabajado cinco años en video-clubes y que esas películas arcaicas no valían ni 20 pesos en ninguna parte, que en mi casa yo tenía casi tantas películas como él y que si era el dueño no tenía necesidad de sufrir tanto para deshacerse de mí, alcanzaba con pedir mi retirada utilizando modales civilizados. Y acabé la frase tachándolo de impertinente.

Tal como yo quería, el mercader se encolerizó. A gritos ahogados, al borde del sollozo, me exigió salir del sitio. Se paró en el exterior con los brazos cruzados acomodándose las pantuflas y esperó a que yo saliese, cosa que hice después de arrojar al piso un paquete de papas fritas que había encontrado cobijo entre “El Mago de Oz” y “Volando a Río”.

Ya afuera y en absoluto silencio me paré frente a él para estudiar ese semblante ordinario de auténtico mercader, el labio inferior reseco y temblequante, las fosas nasales colapsadas, los ojos desorbitados por la combinación de odio, confusión y terror.

En medio de la ambigüedad de un gemido que buscaba piedad y un trino altisonante con pretensiones de autoridad, el mercader opinó que mi estado no era el óptimo para permanecer ahí y que si no me iba llamaría de inmediato a la policía.

Ignorando la banalidad de la amenaza, continué observando esa figurita de perdedor innato en el más amplio y feo sentido.

Vislumbré allí la verdadera silueta mal erguida del fracaso, del infructuoso empeño de toda una vida de criatura insignificante por convertirse en algo o en alguien que nunca alcanzará, ni aún sobreviviendo a todas las guerras nucleares de los próximos quinientos años. Y también supe que él nunca había visto ni una sola de las películas con las que comerciaba.

Permanecí estudiándolo en silencio mientras emitió más amenazas guturales. Cuando por fin terminó, me acerqué y le susurré al oído: “Cochino residuo de grasera de conventillo”.

El hombre explotó,extendió sus puñitos perdedores sin acierto y se descolocó un hombro. Después giró desorientado, desplomándose de rodillas boca abajo, con las descalcificadas piernitas ridículamente abiertas y la mugrienta bata en desorden.

En esa desencajada postura, dejó caer un puente dental  y me gritó desde su infierno: «¡Quiero tener un hijo contigo!»

(2008)

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