Bienvenidos queridos alumnos

007 bienvenidos queridos alumnos

El Maestro entró a la clase y esperó en vano a que los alumnos se calmasen. Ocupó su sitio en el escritorio y la estufa que estaba debajo emitió unas ráfagas hirvientes que se elevaron sólo para molestarlo. Se dirigieron directamente a su cráneo, recalentándolo de tal manera que el fijador que se había puesto caía en gruesos coágulos sobre el taburete puntiagudo. Afortunadamente no había olvida­do el frasco de agua de colonia con manivela para accionar por si también le transpiraban los muslos. Cuando los alumnos se callaron el Maestro se dejó caer en el taburete puntiagudo. Para evadirse del triste papel que el destino le reservó en la tarea pedagógica, imaginó que entre los papeles encontraría un boleto para abordar el primer acorazado intergaláctico de la mañana, que lo cambiaría de planeta. La ensoñación del Maestro fue interrumpida bruscamente por un alumno que le preguntaba algo. El Maestro hizo una serie de ademanes dubitativos.

-¡Usted no sabe nada, Maestro!

Y se pusieron a arrojarle monedas que calentaron previamente con sus encendedores. Desespera­do en busca de esos níqueles el Maestro se agachó a recogerlos, se quemó las yemas de los dedos y lanzó un alarido.

Alertado por el alboroto, el Director abandonó la oficina y dirigió sus pasos hacia la clase flanqueado por una comitiva de adscriptos, bedeles y porteros.

-¡¿Qué pasa acá?! -preguntó al llegar, parado bajo el marco de la puerta.

Su corte de escuerzos lisonjeros asomaron las cabezas por detrás y el Maestro sostuvo penosa­mente un puñado de monedas ennegrecidas que se echó al bolsillo.

-Todo está en orden, Director – contestó, y de vuelta quiso esfumarse de esa patética labor, viéndo­se a sí mismo en la primera fila del cine, deleitándose con las escenas más picantes de una película vieja en donde las mujeres todavía usaban sostenes con picos metálicos y hacían asomar los globos por los amplios escotes.

-Al finalizar la clase vaya a mi oficina, Maestro -advirtió el Director y salió, siempre seguido por sus acompañantes que hicieron muecas de desagrado al Maestro.

El Director esperó en la oficina hasta la noche. El Maestro se había fugado secuestrando a sus alumnos. En la puerta de la escuela un centenar de madres y abuelas se agolpaban con carteles y fotos de los niños secuestrados. Daban vueltas en torno a un semáforo, entorpeciendo el tránsito. El Director se asomó a la ventana y decidió que no tenía más tiempo para perder. En cinco minutos tenía que estar presente en el anfiteatro para dar la bienvenida a los nuevos alumnos del horario nocturno. Un cólico nefrítico le hostigaba los riñones cada tres pasos.

En el anfiteatro lo esperaban miles de alumnos de todas las edades, casi todos mayores que el propio Director, ansiosos de superarse y recuperar todo el tiempo que desperdiciaron cuando sus neuronas aún funcionaban correctamente. Ya trepado a la tarima, el Director se plantó frente al micrófono, carraspeó y se despachó a gusto seis o siete veces con el «uno dos tres probando». Después empezó con la retórica de costumbre, prometiendo apasionantes itinerarios a nivel del conocimiento, el intelecto y el aprendizaje. Igual que todos los años, el Director había recibido -dentro de un sobre- el estímulo adecuado de las Ciruelas del Ministerio para que diese su mensajito más o menos explícito de que estudiar ahí, en la escuela pública, es una ventaja. Y que los alumnos podrían intervenir en las decisio­nes de la regencia de la escuela, y que esto y que aquello. Igual que todos los años, al llegar a esa parte, el discurso se interrumpe con aplausos emocionados y todo el mundo se conmueve con la indulgencia y el carisma combativo del Director, un paladín de los derechos estudiantiles que se erige por sobre los directores de los institutos privados, feroces y despóticos. El Director ya conoce a la perfección los movimientos, las palabras y los tonos exactos para hipnotizar al auditorio. Para no perder demasiado la objetividad, también detalla los pequeños inconvenientes de la escuela, que con una pizca de tole­rancia pueden obviarse. Negligencias administrativas, supervisores esquizofrénicos, suciedad y aban­dono en los salones, vidrios rotos, pupitres destrozados, docentes mal remunerados, histéricos y famé­licos, monótonos, ignorantes, desactualizados, cansados. Chispeante, el Director bromea y todos ríen benevolentes. Jajaja, diez años haciendo el mismo chiste y recibiendo a cambio las mismas risas de mequetrefe y ese dolor en los riñones que se niega a desaparecer. Jajaja, nuevas risas, viejas risas, risas mecánicas y compulsivas de adolescentes envejecidos descubriendo la fórmula de la nitroglice­rina intelectual dieciocho milenios después. El Director no acababa de cansarse de todo eso, y sobre todo de los que quieren estar cerca de él, los de la primera fila, seudo-sabihondos con lentes de aumento y poses de entendimiento, viejos estudiantitos de la noche con grabadores, libretas y cuadernolas sobre las rodillas, lapiceras prontas para anotar algo importante. ¿Para anotar qué cosa? ¡Si sólo les está dando la bienvenida! Y al final del discurso nadie se entera que la única ventaja de ir a esa escuela es que no se paga.El Director no se quedó a escuchar los aplausos y corrió a la cantina a que le llenasen una bolsa de agua caliente para colocarse sobre los riñones, tropezándose con todos los alumnos añejos que fueron en su busca: amas de casa, bancarios, oficinistas, sanitarios, empleadas domésticas, kiosqueros, sindi­calistas, policías. Todos lo persiguieron sonriéndole bobaliconamente, haciendo comentarios del esti­lo de «parece buena persona» o «cuánto vamos a aprender». Igual que todos los años, el Director logró escaparse a la calle para no volver hasta el año siguiente, a dar la próxima bienvenida.

(1991)

Deja un comentario